Esclavo en el hipermercado
Ésta
es una historia de inmersión periodística, pero recorrida hacia
atrás. En realidad es el relato de un hundimiento laboral reciclado
como testimonio informativo. Informativo para los que todavía tienen
la suerte de disfrutar de un trabajo digno en España, porque imagino
que para muchos millones de empleados esta película es el bucle en
el que tratan de sobrevivir cada día.
Después
de más de veinte años de trabajo como periodista, la madre de todas
las crisis me dejó por fin varado en medio de un páramo. Sin
derecho a prestaciones –en mi último empleo trabajé como autónomo
para una asociación sin ánimo de lucro que editaba un periódico, y
que tras dos años y medio de leal dedicación me dio una mala
patada, que yo recibí también sin ánimo ni lucro- y con la
cuenta del banco cada vez menos corriente, acepté un empleo como
auxiliar de organización (como denominan eufemísticamente las
empresas de seguridad privada a los trabajadores sin cualificar que
apoyan sus servicios) en un hipermercado situado en una ciudad del
cinturón sur de Madrid.
700
eurazos
El
sueldo: 700 euros, siempre que cumpliera al menos 164 horas en cada
mes. Horas trabajadas también en días festivos y domingos, por
supuesto sin compensación alguna por esa anecdótica circunstancia,
y en permutaciones horarias que pueden obligarte a terminar una noche
más tarde de las diez y media para comenzar el siguiente turno a las
seis de la madrugada. El mercado, y no ese dios que descansó el
último día de la semana, es el que manda.
Me
presenté en mi debut, a las 06.00 horas de una mañana de
mitad de noviembre, con mi uniforme de auxiliar a estrenar
(jersey con el logo de la compañía que presta este servicio para
esa cadena de hipermercados, corbata de goma elástica, camisa
blanca…). Hacía mucho frío, tanto desde el punto de vista
meteorológico como desde el personal, porque lo primero que te hacen
percibir al comenzar este trabajo es que la jerarquización entre los
responsables de patrimonio del centro, los vigilantes de seguridad y
tú, el miserable auxiliar, una categoría que ni tan siquiera merece
contar con convenio laboral propio, podría inscribirse directamente
en el sistema de castas de la India.
A
las siete más o menos, el compañero peruano que me trata de
explicar parte del cometido de mi nuevo trabajo, apresurada y
nerviosamente por la exigencia de su misión inmediata (abrir las
puertas de acceso desde el centro al muelle de carga y la propia
tienda), me presenta a V1, el jefe de equipo. Éste me saluda con
indiferencia, y ni siquiera se toma la molestia de mirarme cuando se
refiere a mí hablándole a mi introductor, como si yo no estuviera
presente: “Sí, ya me han dicho que viene nuevo; que hay que
explicárselo todo”.
Me
entregan el cuadrante para lo que resta del mes, y veo que los
próximos cuatro días, de jueves a domingo, mi horario será de ocho
y media de la mañana a diez y media de la noche. Lo llaman doblar
turno, pero en realidad se trata de una jornada de catorce horas sólo
interrumpida por sesenta minutos, de tres a cuatro, que no te pagan.
Los
códigos
Mi
trabajo durante esos primeros días consiste en plantarme en el
pódium, como llaman a la entrada de la tienda, y procurar que nadie
acceda sin antes precintar las bolsas con compra procedente de otros
establecimientos, o con mochilas sin ser también selladas en las
bolsas de plástico que el hipermercado ofrece para ello. También
debo impedir, claro, que nadie salga con algún artículo sin pagar.
Por último, mi cometido consiste igualmente en avisar al puesto
permanente de vigilancia, el PPS, cuando accede al centro algún
cliente “sospechoso”. Para ello, V1 me pasa sin darme explicación
alguna una tarjetita con códigos numéricos que identifican a
distintos colectivos: gitanos, moros, gente del este, chinos,
suramericanos, españoles con pinta chunga…
Al
principio, el pudor frena mi misión delatora. Me resisto a dar por
sospechosas a personas que lo son sólo por su color o raza, pero V1
despierta mis instintos voceándome desde el walkie talkie: “¡Podio,
llevas toda la mañana sin pasar un puto código!”
Esa
es otra de las características de mi nueva identidad, que cambia en
función del puesto que ocupo. Ya no soy yo, sino Podio, Tienda,
Mercancías o, simplemente, A4. Como el coche, pero sin las mismas
prestaciones. De hecho, en el mes y medio que trabajaré aquí sólo
le oiré a mi jefe de equipo, V1, llamarme una vez por mi nombre, y
será cuando me telefonee para preguntarme “si quiero”
trabajar en uno de mis escasos días libres, un sábado, además,
“para echar unas horas, que andas algo corto para llegar al
cupo”. Le digo que sí, muy agradecido.
Durante
las interminables trece horas que paso en la entrada de la
tienda no me puedo sentar ni una vez. Dispongo de un pequeño
mostrador como único punto de apoyo, pero pronto el jefe de
Patrimonio, J1, me dice que no me quede ahí, sino que me sitúe
frente a los arcos de acceso, para tener mejor perspectiva. Cuento,
eso sí, con una pausa de quince minutos que llaman ‘clave’ y que
apenas da para llegar al cuarto de descanso para empleados y comer un
bocado. La clave no tiene un horario fijo. Primero se la toman los
vigilantes, y luego le dan permiso a los auxiliares, a menudo
con la recomendación de que sea “rapidita”.
Sin
vida ‘civil’
Otra
característica del trabajo es que te pueden cambiar el cuadrante sin
previo aviso, con lo cual resulta casi imposible organizar la vida
“civil”. Durante esas siete u ocho semanas que trabajaré en el
hipermercado apenas tendré un fin de fin de semana libre, siempre
amenazado por una nueva reorganización de turnos. Es lo que me
ocurre con la jornada del 31 de diciembre, de la que en principio
disponía. Feliz por esa pequeña circunstancia de alivio preveía
pasar la última noche del año en mi pueblo, en Guadalajara, como
cada año. Sin embargo, a mediados de mes se nos insta a los
auxiliares a que comprobemos el cuadrante, porque “hay cambios”.
En
efecto, de librar ese día paso a trabajar de diez de la mañana a
ocho de la tarde. Nadie me ha consultado ni ofrecido explicaciones.
Pese a todo, trato de cambiar mi turno con un compañero que esa
tarde descansa, por si al menos pudiera salir a las tres y viajar a
esa hora. Desafortunadamente, cuando trato de acercarme a
él, en el podio, V1, siempre atento desde las pantallas o en la
línea exterior de cajas de la tienda, interrumpe nuestro intento de
comunicación con cajas destempladas: “¡Ya os he dicho unas
cuantas veces que no os quiero ver ahí juntos!”.
En
efecto, hablar con los compañeros parece ser otra de las cosas que
no pueden hacerse en horas de trabajo. Los vigilantes sí se juntan
cuando coinciden en la línea de cajas y se echan sus parrafillos y
sus risas. También se apoyan en el mostrador de la caja central y
bromean con las cajeras, pero se trata de un privilegio que, al
parecer, está vedado a los auxiliares. De esta forma no he podido ni
tan siquiera llegar a escuchar por qué mi compañero no puede
cambiarme el turno.
Así
se lo transmito al casi siempre áspero y enojado V1 por el
pinganillo. “¡Pues lo habláis en la clave o por la emisora!”,
me contesta. Es decir, que si quiero cambiar un turno o preguntarle
algo al compañero debo hacerlo en los quince minutos del café, en
los que nunca coincidimos, o por el talkie,
en conversación abierta para el resto del equipo de seguridad.
Minutos más tarde, el auxiliar de podio me pide a través de la
emisora que acuda a su posición para comentarme una cosa, imagino
esperanzado que algo relativo a mi propuesta. De inmediato, la voz de
V1 surge como una fusta: “¡Podio, para qué cojones tiene que ir
allí Tienda!”.
Porque
ahora soy Tienda. En efecto, tras unos primeros días en los que
cientos de clientes me vieron plantado en la entrada del
hipermercado, he pasado a moverme de incógnito por el interior del
comercio. Mi misión es detectar a posibles sospechosos, avisar de su
actitud y, llegado el caso, y si así me lo mandan, seguirlos.
Vestido de calle, deambulo durante once horas diarias por una tienda
que se recorre, de punta a punta, y a paso de hacer la compra, en
menos de tres minutos.
Dos
gilipollas
¿Se
imaginan cuántas veces se puede pasar a lo largo de once horas, 660
minutos, entre los pasillos de juguetes, de perfumería, de alcohol o
de embutidos? ¿En cuántas ocasiones te puedes cruzar con los mismos
dependientes, las mismas reponedoras o la señora de la limpieza?
Ésta, precisamente, en la enésima vez en que nos cruzamos una
tarde, en una situación evidentemente esperpéntica para ambos, me
dice riendo desde lo alto de su coche de limpieza: “¡Parecemos dos
gilipollas!” Su certera reflexión llega en un momento inoportuno,
pues tras ella camina la segunda de a bordo del departamento de
Patrimonio, una señorita Rotenmeyer que se suele enfadar mucho por
cualquier motivo: “¡Pero es que no ves que va de incógnito y no
le puedes hablar! ¡Hay que ver qué poquitas luces tenemos!”,
brama. La señora de la limpieza no replica y se aleja por el pasillo
central en su vehículo. Yo tampoco digo nada, y continúo mi no
compra en dirección a los yogures, avergonzado por mí y, sobre
todo, por la pobre señora de la limpieza.
Los
de Patrimonio se toman muy en serio eso de tener a alguien de
incógnito moviéndose como un alma en pena por la tienda. Al segundo
día de mi nueva misión, un vigilante me avisa de que no puedo andar
por ahí con las manos en los bolsillos, sino que debo coger una
cesta, llenarla con algún artículo, y arrastrarla conmigo durante
mi jornada. También me indica que he sido visto hablando con la
señora que vende bombones a granel, cosa que al parecer tampoco debo
hacer. En adelante, cada vez que algún empleado de la tienda
me saluda imagino la mirada gélida de V1, J1 o Rotenmeyer
pendiente de mi reacción. Así que procuro contestar discretamente y
seguir mi camino hacia la sección de comida de animales.
Pese
a esos desvelos por parte de mis superiores por proteger mi identidad
secreta, percibo que suelo ser detectado en seguida por aquellos
clientes más proclives a enredar, como los grupos de adolescentes,
casi niños, que pasan las tardes de los sábados probando los vídeo
juegos o los artículos de deporte, y que al cruzarse conmigo imitan
el gesto de hablar al pinganillo para burlarse de mí. “Caja
central, avisa a caja central”, me imitan entre risas. En efecto,
imagino que un tipo dando vueltas durante horas por la tienda con un
delator cable que le sale del jersey en dirección al inconfundible
pinganillo que lleva en la oreja no es precisamente el mejor ejemplo
de agente secreto.
Un
whiskycharly
A
veces, cuando el dolor de espalda y de piernas, después de tres o
cuatro horas sin parar, sobrepasa el umbral de lo razonable, pido
permiso para ir al baño –ellos lo llaman ir al whiskycharly- sólo
para poder sentarme dos minutos. Debo administrar bien esos momentos,
porque más de un whiskycharly en el turno ya despierta el instinto
de regañar que define al jefe. Porque J1 se impacienta en seguida y
también riñe mucho, tanto a los otros vigilantes como a los
auxiliares, por distintos motivos, y siempre enfadado: si soplas para
comprobar que tu walkie funciona; si te ve en un pasillo donde de
pronto te hace saber que no debías estar –“Tienda, ahí no haces
nada, vete pa juguetes!”;
si no has entendido a la primera lo que te dice por la emisora…
En
la cesta con la que en mis recorridos por la tienda disimulo mi
condición de infiltrado suelo echar productos voluminosos, pero de
poco peso, como un paquete de pan de molde, un peluche, unas
zapatillas deportivas o una bolsa de gusanitos. Eso convierte mi
lista de la compra en causa de guasa entre las dependientas. A veces,
por pura vergüenza, cambio mis itinerarios para no volver a cruzarme
con alguien.
El
‘tontico’
Con
el veto a hablar con los otros auxiliares o con el personal de la
tienda, mi única comunicación es la que establezco a través del
pinganillo con los vigilantes, con algunos momentos sonrojantes. Una
tarde, escucho a J1 referirse a uno de los auxiliares, ausente en ese
momento, como “el tontico”, y avisa de que le “tiene hasta los
cojones y que igual celebra los Reyes en el Inem”. Unas semanas
después volverá a hablar de ese mismo compañero en términos
similares, esta vez en conversación pública con Rotenmeyer, que se
niega a contabilizar la media hora de más que le ha llevado terminar
su trabajo “porque es muy lento”. “¿Pero qué más te da, con
lo que os pagan por tener a discapacitados trabajando? –contesta
jocoso J1- Lo que teníais que hacer es darle una pistola (las
pistolas para la lectura de los códigos de producto) con dos botones
grandes que pongan “sí” y “no” y así acabaría antes”.
De
esta manera van transcurriendo las semanas prenavideñas, en las que
llego a encadenar de nuevo cuatro días seguidos caminando por la
tienda de diez de la mañana a diez de la noche. Cuando, de vez en
cuando, trabajo sólo de diez a tres y media, al día siguiente tengo
la sensación de volver de un largo descanso. Además, advierto que
ya he asimilado incluso el lenguaje con el que se comunican
entre sí los miembros del equipo. Ya no digo “sí” o “no”
para contestar, sino “afirmativo sí” o “negativo no”, que
suena más molón. Ni “dime” cuando me llaman, sino
“adelante”, como en las películas que imitaba en mis juegos
infantiles.
Como
diciembre está acabando, pregunto por el cuadrante del mes
siguiente, con la esperanza de contar con algún fin de semana libre
para estar con mi familia, algún sábado para ver a los amigos, la
tarde de Reyes para presenciar la cabalgata del barrio con mi hija…
No está hecho, me dicen. Ni el 29, ni el 30, ni el 31… Ese
último turno del año, en el que trabajo hasta las ocho de la tarde,
sólo sé que al día siguiente no tendré que recorrer mis
habituales kilómetros por los pasillos de juguetes, porque el centro
cierra. “El día 2 te llamarán para decirte cuándo te
reincorporas”, se limitan a comunicarme.
Mi
regalo de Reyes
El
2 de enero compruebo en mi cuenta que ya he cobrado: 768 euros por
184 horas trabajadas. Ni siquiera acumulando horas extras
equivalentes a tres días me he aproximado a la mítica cifra
–entre mis compañeros- de ochocientos. Es lo que hay, pienso,
agradecido por tener al menos una nómina que llevarme a la boca. Por
la tarde, a las 18.00 horas, impaciente por la falta de noticias,
telefoneo para saber a qué hora debo incorporarme al día siguiente.
“Ahora te llamamos, que V1 está en la clave”, me dicen. Media
hora después se enciende en mi móvil el número del inspector de la
empresa de seguridad. “Tengo malas noticias”, me comunica.
Al
día siguiente acudo hasta las oficinas centrales a firmar el
documento del fin de mi relación laboral con la compañía, por “la
no superación del periodo de prueba”. La campaña de Navidad ha
terminado, y con ella mi función. Me dicen que ya me llamarán “como
en una semana” para que vaya a por el finiquito. Dos meses después,
todavía sigo esperando.
Es
España en 2013, un lugar en el que miles de hombres y mujeres se
dejan cada día la moral y la salud trabajando por una miseria,
maltratados por el patán de turno que abusa de su precariedad
laboral, de su necesidad y de su miedo en esta mierda de país que
nos va quedando. Mi cariño y mi solidaridad hacia ellos.
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